por Tomás Salas
Se habla en el contexto de la política española,
por parte de algunos nacionalistas, de "independencia" y, últimamente,
de "un Estado propio". Ambos (el segundo va ganando terreno al
primero) me parecen términos inapropiados. La independencia en un
concepto que admite gradaciones y, en realidad, no existe en grado
máximo. España, por ejemplo, no es totalmente independiente porque
algunos aspectos de su administración (la política monetaria, la
agricultura) no dependen de ella, de su Estado. No hay, en rigor,
ninguna Nación-Estado independiente en el mundo.
Tampoco me convence la expresión "Estado propio", que es una
flagrante redundancia, ya que el concepto de Estado no puede incidir
sino en sí mismo. La expresión que echo en falta en este guirigay
político y mediático es "soberanía".
El pensador francés Jean Bodin (siglo XVI), su primer teórico, la
definió como el poder absoluto y perpetuo de una república (esta
palabra, en esta época, es sinónimo de gobierno). El concepto de
soberanía es, precisamente, el que fundamenta el Estado moderno. Si la
independencia es una situación, la soberanía es un valor: un valor
fundamente en el que todos los demás que conforman el edificio político
se apoyan. Y un valor absoluto (como indica Bodin) e indivisible.
España pierde funciones y, por tanto, independencia, dentro de la
Unión Europea, porque como Estado soberano decide libremente integrarse
en esta institución. En virtud de su soberanía, teóricamente, un día
puede salir de aquí. La soberanía, por definición, no puede compartirse
ni dividirse. Puede, en todo caso, perderse y traspasarse al otro. Por
todo esto, el problema planteado por algunos nacionalistas es más
profundo y radical (y, por lo tanto, más grave) que una mera cuestión de
independencia.