martes, 17 de febrero de 2009

Dos etapas históricas

¿Tienen algo en común el régimen de libertades consagrado, con el nombre de Monarquía Parlamentaria, por la Constitución de 1978 y la República que se instauró en España a partir de 1931? Me parece que son dos etapas históricas que tienen poca relación. La diferencia se observa en distintos puntos.

Primero. El contexto internacional. A mediados de los años 70, la democracia era la única salida lógica para un país europeo incardinado en el bloque occidental, con los niveles de vida que tenía España. Los años 30, sin embargo, fueron de turbulenta crisis de la democracia. Las fuerzas políticas se radicalizan; la izquierda hacia el modelo revolucionario, los viejos partidos conservadores, hacia el fascismo y el nazismo. Este fue un fenómeno europeo y universal que en España coincidió con la República y la guerra civil. El drama gigantesco en el que desemboca esta crisis es la II Guerra Mundial.

Segundo. ¿De qué situación se partía? En el caso de nuestro sistema actual, partíamos de un largo período de dictadura. Por lo tanto, el cambio supuso una evolución en el sentido democrático. La República —esto se olvida frecuentemente— no sustituye a una dictadura, sino a un sistema constitucional, que tenía un amplio margen de libertades (hagan ustedes un pequeño experimento: vean las obras de los poetas del 27 —Lorca, Alberti, etc.— y comprueben cuántas se publicaron antes de 1931; el resultado romperá más de un tópico) y que funcionaba, con muchas imperfecciones, como un estado de derecho, en los niveles de aquella época. La monarquía de Alfonso XIII podía ser un sistema agotado e inviable, pero no era un sistema dictatorial ni totalitario.

Tercero. ¿Cómo se produjo el cambio? También aquí la diferencia es clara. El sistema actual se produce en un rigorismo jurídico que se resume en aquella frase de Fernández Mirada: «de la ley a la ley». Las leyes del Régimen dieron lugar a las leyes de la democracia sin ruptura ni vacío de poder. La República, en cambio, llega a España de una forma accidentada y atípica. Unas elecciones municipales, que ganan por amplia mayoría las derechas, provocan una grave crisis del régimen y la decisión del Rey de abdicar. Se produce un vacío de poder que permite al Comité revolucionario convertirse en el gobierno provisional de una forma casi inesperada. El cambio fue pacífico e incruento, pero accidental y nada riguroso desde el punto de vista jurídico-político.

Cuarto y último. La democracia de la que disfrutamos se concibió, desde un principio con un espíritu abierto y excluyente, donde todo el mundo tuviera cabida. Esto abarca a todas las fuerzas políticas y sociales, con excepción de los terroristas y de pequeñas minorías radicalizadas. Quizá la larga experiencia de extremismos y radicalismos había servido, por fin, para inmunizar a los españoles contra el sectarismo. Existía la voluntad de hacer un espacio donde «las dos Españas» convivieran por fin pacíficamente. Y este espíritu incluyente tuvo que ir acompañado de una buena dosis de generosidad. Nada de eso, por desgracia, se dio en la República, donde eso que García Escudero llama «Españoles de la conciliación» eran un exigua minoría que pronto se vio barrida por las mayorías exaltadas. No hubo buena voluntad de contar con un amplio sector católico y burgués, que en parte hubiera estado abierto a reformas graduales. También cierta derecha, en ocasiones, fue ciega ante la necesidad de cambios. No hubo, por ningún lado esa voluntad de integrar al «otro» y de construir un espacio común que es la médula del sistema liberal.

En resumen, se trata de dos etapas históricas en las que cualquier parecido es casual. No podemos cambiar la historia; sólo podemos aprender de ella.

martes, 3 de febrero de 2009

Cuidar la Monarquía

A la pregunta de si soy monárquico o republicano contestaría, más que con una afirmación, con una matización. Si me dan a elegir entre la monarquía de Marruecos o de Arabia Saudí y la república de Francia o EE.UU., prefiero la república; si me da a elegir entre la monarquía de Bélgica o el Reino Unido y la república de Cuba o China, prefiero la monarquía. Está claro: la democracia y el respeto a los derechos individuales (dejo los colectivos para otra ocasión) es lo primordial; la forma de Estado, lo secundario. Depende de cada país. Los hay que se adaptan de forma clara al modelo de republica federal, creando un sistema territorial que ensambla unidades muy diversas (Alemania o EE.UU.) o a una república más presidencialista y centralizada (Francia). En ambos casos, son países con un fuerte componente nacional, con una veneración común hacia los símbolos de la nación (bandera, himno), con una articulación territorial estable, sin problemas de separatismos ni asimetrías, con un consenso entre las fuerzas políticas en lo fundamental, sobre todo en materia de defensa y política exterior. Su ’ser nacional’ (permítaseme esta expresión un poco romántica) está asentado sobre tan sólidas bases, que pueden permitirse cambiar la jefatura del Estado sin que haya ninguna estabilidad.

No es ese el caso de España. Las dos principales fuerzas políticas tienen una gran distancia en sus planteamientos, incluso en materias ’sensibles’: las mencionadas de defensa y exterior. El espectáculo de un gobierno retirando las tropas que otro gobierno ha enviado no se hubiera dado, por ejemplo, en EE.UU., donde tanto demócratas como republicanos tienen muy claro cuáles son los intereses (los de América, claro) que tienen que defender. En España se plantean unas fricciones partidistas (el tema del Estado laico, la religión en la escuela), que en otros países de nuestro nivel ya están resueltos en un consenso más o menos común. Y si son grandes las diferencias entre conservadores y socialistas, no hablemos de los partidos nacionalistas, que tienen planteamientos en muchos casos rupturitas del marco constitucional. Estos planteamientos en España son compatibles con el izquierdismo (socialismo catalán, Izquierda Republicana). No hay pues, consenso en los parámetros políticos fundamentales.

En lo territorial, la situación se agudiza. Hay regiones (una parte considerable de sus habitantes) que no se encuentran a gusto con su situación, que no sienten a España como una casa común; que querrían cambiar el marco jurídico de forma profunda. Los nacionalistas vascos tienen como meta última la constitución de un estado independiente, asociado a España. Los catalanes no son tan radicales, pero quieren defender la asimetría, la singularidad que atribuyen a su región. En fin, no tenemos un modelo territorial asentado y comúnmente aceptado. Nos guste o no, esa es la realidad.

Desunión en lo político, desunión en lo territorial. Fuerzas centrífugas. Nos hace falta una fuerza integradora, unidora, centrípeta. Necesitamos un referente común, una institución que permanezca por encima de las diferencias y más allá de los cambios. Una institución que trabaje a largo plazo, con planteamientos claros, sin tener que defender intereses electorales o parciales. Para colmo, esa institución no se improvisa en unos años, ni en una generación. Necesita el sedimento de los siglos. Esa institución es la Corona. Si en otros países han sabido cristalizar un sólido sentimiento nacional, una amplia comunión de valores e intereses comunes, en España ese sentimiento va indisolublemente unido a la figura del Rey. La Corona fue en los delicados momentos de la transición y lo va a ser en los años que vienen, no menos complicado.

Hoy no tiene sentido defender la monarquía con argumentos dogmáticos que plantean el debate en unos términos anacrónicos  (privilegios innatos, derecho divino, la voz del pueblo, etc.), pero sí por razones pragmáticas, de pura y sencilla utilidad.