por Tomás
Salas
Nuestro colaborador y amigo expone cinco motivos, y medio en favor de la monarquía
parlamentaria como la mejor forma de gobierno para el estado español.
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Me refiero, claro está, a la Monarquía europea, constitucional y
parlamentaria, perfectamente limitada en sus prerrogativas y definida en
sus funciones por la ley; y no a otros sistemas, que puedan ostentar la
figura del monarca, pero que nada tienen que ver con nuestra tradición
(la europea) ni con nuestro tiempo (los albores del siglo XXI).
La
primera razón es que una figura de esta naturaleza existe en todas las
democracias similares a la española: la figura política de alguien que
queda un tanto al margen de la lucha partidista y del debate
parlamentario, que sirve como elemento aglutinador y moderador de la
diversidad ideológica y como icono representativo y simbólico del ser
nacional. Una figura así parece necesaria y es ocupada -jugando un papel
bastante parecido- por un presidente o por un monarca. Se observa la
conveniencia de quede cierto margen neutro, un espacio donde no entre la
pura y legítima confrontación democrática. No ocurre así en ciertas
naciones de sistema presidencialista (EEUU, Francia) en los que se asume
con normalidad que el Jefe del Estado, a a la vez que defiende los
intereses supremos de la nación, maniobre en favor de un partido; y hace
las dos cosas sin contradicción. Estos países tienen un fuerte sentido
nacional y una sólida cohesión territorial, por lo que la confrontación
política nunca pone en entredicho los valores sustantivos del ser
nacional.
Si
la función es necesaria -aquí entra la segunda razón-, ¿por qué buscar
una solución fuera cuando es un problema que está resuelto? No se
trataría en ningún caso de suprimir la función (la figura de una
magistratura suprema al socaire de las confrontaciones políticas),
puesto que en España sería impensable una república presidencialista al
modo americano. Se trataría, en todo caso, de cambiar la naturaleza y el
modo de elección de esta magistratura. Pero, ¿con qué ventajas? Me
refiero a ventajas prácticas, funcionales. Cambiar una figura por otra
que tenga los mismos contenidos constitucionales no puede suponer
(repito: desde un punto de vista funcional y práctico) avance o
retroceso; en todo caso, un riesgo, una apuesta incierta y azarosa.
La
tercera razón: la monarquía constitucional nos sitúa dentro de un club
cuyo número de miembros es reducido, pero selecto. Países que están a la
vanguardia del desarrollo económico, social y cultural: Bélgica,
Holanda, Dinamarca, Reino Unido, Suecia… No debe importarnos estar en un
grupo con socios de esta calidad. En ninguno de estos países parece que
la Corona haya sido un freno para los avances sociales, más bien ha
contribuido a crear el clima de estabilidad y seguridad que los ha
propiciado.
La
cuarta razón es quizá la más repetida y obvia. La Corona en España
aporta un factor de continuidad, de estabilidad y cohesión en un país
que históricamente ha mostrado una genética tendencia la dispersión, al
individualismo, a hacer cada cual de su espacio, territorial o
ideológico, un lugar irreductible. En España cualquier barrio disperso
sueña con ser un municipio con ayuntamiento propio; cualquier región
quiere formar un Estado. Hay una tendencia nunca vencida completamente a
separarse del todo abarcador, a romper los vínculos de unidad. La
institución de la Corona no soluciona este problema, que no sabemos si
tendrá solución, pero lo mitiga, amortigua su dinámica disgregadora.
La
quinta razón proviene de la experiencia histórica. Las dos experiencias
republicanas han sido momentos de grave desestabilización y de
profundos conflictos; momentos en los que -con expresión de Julián
Marías- se rompe la concordia. La primera república (1873-1874) provocó
situaciones que hoy nos resultan casi más cómicas que trágicas. Pequeños
pueblos y pedanías que se declaran cantones independientes; cuatro
presidentes en once meses y uno de ellos, Estanislao Figueras, que huye a
Francia tomando distancia de una situación que consideraba una
insostenible locura. La segunda (1931-1936) nunca llegó a cuajar como un
sistema abarcador de toda la sociedad española. Le faltó el sentido de
la convivencia y la tolerancia, el espíritu integrador. Se ahogó
impulsada por los radicalismos, apartando y desengañando a muchos
republicanos moderados que, en principio, la apoyaron. Ninguna de estas
dos etapas debe ser un modelo, una aurea aetas ideal a la que haya que
volver.
La
última razón (la media) es más bien un sinrazón. Me parece que los
republicanos españoles, al menos los que se declaran como tales de forma
más ostentosa, no tienen muy claro lo que significa esta forma de
Estado en nuestro contexto geo-político y en nuestra época. Ellos
identifican la república con un cambio social progresivo, con una
sociedad más justa, equitativa y respetuosa con los derechos. Esto pudo
ser una realidad en 1793 cuando, con la cabeza de Luís XVI, caía un
sistema supuestamente oligárquico y se abría la posibilidad de un Estado
de ciudadanos libres e iguales. Asimismo en el proceso de independencia
de las colonias americanas, en el que la república es el movimiento
liberador frente a la monarquía de la metrópoli. La monarquía es el
Ancien Régime y la república es el nuevo tiempo abierto a los cambios
igualitarios. Un espíritu parecido movió a los republicanos españoles (a
algunos, a los moderados) de 1931: evolucionar hacia un sistema más
democrático y socialmente avanzado. Pero, ¿puede haber alguien que
piense en serio que en la España actual un cambio de esta naturaleza
propiciaría una sociedad más justa, una profundización de nuestros
derechos? Una posible III República española seguiría siendo un país con
economía de mercado, banqueros, obispos y ejércitos; nuestros derechos
serían los mismos que la actual Constitución contempla y nuestro sistema
de organización territorial no podría -sin peligro serio- ser más
descentralizado. Quienes crean que el cambio en la forma de Estado
conlleva estos cambios sociales, más que en las ideas, están equivocados
en la época.
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¡Viva S.M. el Rey Don Felipe VI!
domingo, 13 de enero de 2013
Cinco razones (y media) para ser monárquico
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