Está claro que el año 2013 pasará a la historia como el de señaladas
abdicaciones de diversos jefes de Estado: Benedicto XVI, la reina
Beatriz de los Países Bajos y ahora la del Rey Alberto II de los belgas.
Curiosamente, Bélgica nació desgajándose del antiguo Reino Unido de los
Países Bajos y, por tanto, es íntima vecina de Holanda, por lo que
algunos piensan en una suerte de «contagio abdicativo».
A pesar de que
el barón Charles-Louis de Montesquieu, en su «Del espíritu de las
leyes», acuñó la teoría de las separación de poderes, el artículo 37 de
la Constitución belga establece que al rey le corresponde el poder
ejecutivo federal, que en la práctica está lejos de ser un verdadero
poder ejecutivo, sino la plasmación del llamado cuarto poder, que no es
el de la prensa, sino el arbitral o moderador ejercido por los reyes en
las monarquías constitucionales parlamentarias y proclamado por Benjamin
Constant.
Bélgica es un país relativamente nuevo –aunque de antiguas
raíces– fundado en 1831 por el tatarabuelo de Alberto II. La palabra
«federal» implica ejercitar de obligada amalgama si se desea mantener al
país como un todo. La Constitución, reformada en el último tercio del
pasado siglo estableciendo un sistema federal en tres niveles (el
gobierno federal, las comunidades lingüísticas flamenca, francesa y
germanófona, y las regiones flamenca, valona y de Bruselas) hizo
necesario más que nunca el papel del monarca como vínculo unificador en
tan variopinto escenario.
En el artículo 91 de la citada Constitución se
indica que el rey debe jurar –entre otras cosas– mantener la integridad
del territorio belga. Naturalmente esto no significa solamente evitar
que una potencia extranjera mengüe la extensión territorial belga, sino
que conlleva procurar que ninguna parte se desmiembre del todo.
Las
abdicaciones, siempre lo he dicho, deben ser «rara avis» en el
firmamento monárquico. La Constitución belga no contempla ese supuesto,
sino solamente el del fallecimiento del monarca y también el de la
«imposibilidad de reinar» a juicio de los ministros. Cuando el primer
partido del país es antimonárquico y separatista, se hace bien difícil
reinar, pero quizás en esos momentos, y máxime en un año preelectoral,
las tablas de un rey con cuatro lustros de experiencia serían más
necesarias que nunca.
Amadeo Rey y Cabieses
es doctor en historia y miembro de la junta directiva de la Asociación Monárquica Europea