Por S.A.I.R. Don Andrés Salvador de Habsburgo-Lorena
Nunca se ocultó, en esta década, la asombrosa voluntad de cambiar el país hasta que no se le reconociera. Nos lo han dicho y repetido, y nos hemos enterado. Lo que no estaba tan claro es que para eso se nos inculcasen los principios de una nueva moralidad.
No sólo aquí, por supuesto. Hay unas formas flamantes de ver la guerra en tierras no tan lejanas, y esas formas nacen del control de los canales de televisión, el control de la prensa que se lee, el control de las agencias informativas y hasta el control de las expresiones coloquiales. Se nos controla lo que oímos y lo que leemos. Se nos controla el pensamiento. Nada, nada nos concierne como individuos.
En el mundo del Este ha desaparecido oficialmente un sistema político inhumano y autoritario. Así es. Pero parte de lo peor de aquellos modos sobrevive en la llamada Europa libre con el soporte y la ayuda de un sistema aplicado con eficacia que cuenta con el limpio apoyo de elecciones regulares y periódicas. El hecho es que organismos y más organismos, encerrados en sí mismos, integrados por representantes de intereses muy diversos, aunque casi siempre económicos, se reúnen y aconsejan, toman decisiones, informan, comunican, resuelven, consultan, elaboran, traducen, transmiten, viajan, envían, trasladan, visitan velozmente, se reúnen, dan testimonios, declaran, participan, resumen, reseñan, orientan, anuncian y requieren. Por todo ello cobran sueldos importantes abonados con los impuestos que pagamos los demás. Se trata del mundo de los elegidos.
Mientras tanto, los demás trabajan, son vejados, desatendidos y, en consecuencia, disparan, hieren, se desangran, enferman, mueren, pasan hambre, sufren violaciones, luchas, destrozan y se destrozan, se empobrecen, se angustian, resisten, se duelen y se hunden cada vez más en la miseria. Son los que votan, pagan y costean la vida de los negociadores. Da la impresión de que estos desgraciados votantes son felices apoyando la prolongación al máximo de las reuniones, congresos, comités y veladas internacionales bilaterales, trilaterales o multilaterales. Y así un día tras otro sin ningún respiro.
Mientras dure este sistema, unos viven sin prisas, con satisfacciones, calmosa y pausadamente; los otros sueñan con un rápido final de esta etapa de vergüenza europea, pero tienen que aguantarse siguiendo, viendo, leyendo y oyendo las luces y reflejos de las dudas e indecisiones de los negociadores, enviados, conferenciantes, misioneros, delegados, observadores, interlocutores, ministros y emisarios.
Es demasiada modernidad para tan poca moralidad. Demasiada falta de respeto con los bienes frutos del trabajo ajeno, demasiado negocio a costa de la triste vida y aún de la muerte de los humillados. El dinero público - él de los impuestos, claro - se despilfarra en reuniones y reuniones, viajes y más viajes, sin la menor efectividad.
Se diría que a la rica nueva Europa, confortablemente establecida, le gusta, le encanta ver esas guerras de hoy, tan televisivas - las ficticias y las reales, es lo mismo - y leer atentamente el relato de las desgracias ajenas. Verdaderamente, es un lujo más que nos damos el gusto de sostener en medio de las recesiones de todo tipo que nos agobian.
Lamento la ausencia de hombres de talante superior, independientes de los partidos y organismos internacionales, hombres que no tengan que defender sus puestos, hombres valerosos, con criterios y decisiones propias, hombres que yerren como todo ser humano, pero hombres grandes y limpios. En fin, en estos días, es difícil no recordar que uno de esos hombres extraordinarios fue Francisco José, inolvidable penúltimo Emperador de Austria.
Publicado en Monarquía Europea Nº 7/8 - Año III - Octubre de 1993
El artículo es de actualidad candente, y ¡han pasado 15 años!
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