¿Tienen algo en común el régimen de libertades consagrado, con el nombre de Monarquía Parlamentaria, por la Constitución de 1978 y la República que se instauró en España a partir de 1931? Me parece que son dos etapas históricas que tienen poca relación. La diferencia se observa en distintos puntos.
Primero. El contexto internacional. A mediados de los años 70, la democracia era la única salida lógica para un país europeo incardinado en el bloque occidental, con los niveles de vida que tenía España. Los años 30, sin embargo, fueron de turbulenta crisis de la democracia. Las fuerzas políticas se radicalizan; la izquierda hacia el modelo revolucionario, los viejos partidos conservadores, hacia el fascismo y el nazismo. Este fue un fenómeno europeo y universal que en España coincidió con la República y la guerra civil. El drama gigantesco en el que desemboca esta crisis es la II Guerra Mundial.
Segundo. ¿De qué situación se partía? En el caso de nuestro sistema actual, partíamos de un largo período de dictadura. Por lo tanto, el cambio supuso una evolución en el sentido democrático. La República —esto se olvida frecuentemente— no sustituye a una dictadura, sino a un sistema constitucional, que tenía un amplio margen de libertades (hagan ustedes un pequeño experimento: vean las obras de los poetas del 27 —Lorca, Alberti, etc.— y comprueben cuántas se publicaron antes de 1931; el resultado romperá más de un tópico) y que funcionaba, con muchas imperfecciones, como un estado de derecho, en los niveles de aquella época. La monarquía de Alfonso XIII podía ser un sistema agotado e inviable, pero no era un sistema dictatorial ni totalitario.
Tercero. ¿Cómo se produjo el cambio? También aquí la diferencia es clara. El sistema actual se produce en un rigorismo jurídico que se resume en aquella frase de Fernández Mirada: «de la ley a la ley». Las leyes del Régimen dieron lugar a las leyes de la democracia sin ruptura ni vacío de poder. La República, en cambio, llega a España de una forma accidentada y atípica. Unas elecciones municipales, que ganan por amplia mayoría las derechas, provocan una grave crisis del régimen y la decisión del Rey de abdicar. Se produce un vacío de poder que permite al Comité revolucionario convertirse en el gobierno provisional de una forma casi inesperada. El cambio fue pacífico e incruento, pero accidental y nada riguroso desde el punto de vista jurídico-político.
Cuarto y último. La democracia de la que disfrutamos se concibió, desde un principio con un espíritu abierto y excluyente, donde todo el mundo tuviera cabida. Esto abarca a todas las fuerzas políticas y sociales, con excepción de los terroristas y de pequeñas minorías radicalizadas. Quizá la larga experiencia de extremismos y radicalismos había servido, por fin, para inmunizar a los españoles contra el sectarismo. Existía la voluntad de hacer un espacio donde «las dos Españas» convivieran por fin pacíficamente. Y este espíritu incluyente tuvo que ir acompañado de una buena dosis de generosidad. Nada de eso, por desgracia, se dio en la República, donde eso que García Escudero llama «Españoles de la conciliación» eran un exigua minoría que pronto se vio barrida por las mayorías exaltadas. No hubo buena voluntad de contar con un amplio sector católico y burgués, que en parte hubiera estado abierto a reformas graduales. También cierta derecha, en ocasiones, fue ciega ante la necesidad de cambios. No hubo, por ningún lado esa voluntad de integrar al «otro» y de construir un espacio común que es la médula del sistema liberal.
En resumen, se trata de dos etapas históricas en las que cualquier parecido es casual. No podemos cambiar la historia; sólo podemos aprender de ella.