por Tomás Salas
Esta pareja formada por un anciano vestido de blanco -sencillo traje talar y unos zapatos de cuero rojo que le dan un toque casi medieval- y una señora, también de venerable edad, con pinta de abuelita que cuida a sus nietos en el parque y que usa sombreritos y bolsos de un gusto que debió caducar hace décadas; estas dos personas de movimientos pausados y ceremoniosos, parecen una estampa sacada de otro siglo o, al menos, con una pátina de antigüedad que salta a la vista. En estos tiempos que rinden culto a los valores de la juventud y la espontaneidad; en esta era de piercings y bermudas (o tempora, o mores) la imagen de esta ceremoniosa pareja parece un canto nostálgico a un era que se fue: un puro anacronismo, cuanto menos estético.
¿Es realmente así? El señor anciano representa a una institución, llamada Iglesia Católica, con dos milenios de antigüedad, que ha configurado, a pesar de su vocación universal, lo que llamamos Occidente desde el punto de vista cultural, espiritual y -también- político. Esta institución en su larga vida ha tenido, por supuesto, luces y sombras, pero ha sabido sobrevivir y adaptarse a los cambios con, dicho en términos deportivos, una cintura envidiable.
La señora del sombrerito, por su parte, representa una no menos vetusta entidad, la Corona Británica. También esta institución ha vivido un largo trayecto histórico, incluso en ciertos momentos ha desaparecido y vuelto a aparecer. Pero ha demostrado una suprema capacidad de adaptarse y mantener las esencias sin renunciar a la evolución. ¿Nos hemos olvidado que nuestra democracia, de la que tanto protestamos pero sin la que no sabríamos vivir, surge históricamente en la búsqueda de un pacto entre la Corona británica y el Parlamento? En ese paso de la Monarquía absoluta a la Monarquía constitucional, en ese momento en que una burguesía cada vez más pujante adquiere su parcela de poder que limita el único poder hasta ahora legítimo (la Corona), está el primero atisbo de lo que va a ser el sistema democrático. Sin ese fenómeno histórico que se llama Corona Británica con su admirable síntesis de tradición y rito con modernidad e innovación, no podemos concebir a Locke y a Stuart Mill; no podemos imaginarnos el Liberalismo; ni entendemos creaciones políticas como los parlamentos o el sufragio universal. El llamado mundo moderno y la sociedad industrial, el capitalismo y la democracia (hermanos inseparables; el primero es posible sin la segunda, pero no al contrario) tienen copyright británico.
¿Anacronismo de estos dos ancianos? Ambos son la fina destilación de un proceso histórico secular y poseen (ellos y los que representan) una sabiduría que puede mirar con ironía piadosa a los vociferantes de hoy que mañana pasarán al olvido. Representan dos de las instituciones que mejor se han adaptado a los cambios de la historia. Y dos de los pilares realmente sólidos (en tiempos de crisis, buscamos la seguridad) en los que tendremos que seguir apoyándonos en el futuro para mantener este frágil invento que llamamos civilización.
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