por Tomás Salas
Toda gran política exige su “arcanum”, ha escrito Carl Schmitt. Uno de los atributos del poder es la distancia, el respeto, la fascinación que presenta lo oculto. El mando requiere, de alguna manera, la distancia entre gobernante y gobernados. Una distancia que sea un margen separador que el mandatario puede saltarse como quien, donosamente, concede una gracia. Hablo de política como carisma, como autoridad personal, no, en el sentido ejecutivo y legal, como capacidad de crear normas y hacerlas cumplir. Los romanos hacían una distinción que aclara luminosamente esta diferencia: “auctoritas” frente a “potestas”. La potestad es la capacidad de influir sobre los demás, lo que entendemos preferentemente como poder; la autoridad es esa capacidad carismática a la que atribuyo un elemento mistérico, arcano.
Si hay una forma política que, en nuestro contexto, se identifica con la “auctoritas” es la Monarquía. El Rey, en los estados democráticos, despojado de la potestad directa y ejecutiva, está imbuido de una capacidad que es más carisma personal, capacidad de influencia y consejo, que poder real en la toma de decisiones. Y esta situación requiere margen, alejamiento, “arcanum”. Imaginemos lo que eran los reyes en siglos pasados. Serían considerados como seres fabulosos cuya sola aparición provocaría unción y acatamiento. En los dramas de nuestro Siglo de Oro la aparición final de los monarcas suele dar una solución inapelable al conflicto planteado; solución que solía ser en defensa del pueblo llano frente a las arbitrariedades de la nobleza.
Pero este carácter misterioso entra en contradicción con una sociedad, como la actual, que convierte cada acto en una onda de información que se expande en todo el mundo en breves instantes de una forma prácticamente instantánea, de manera que el hecho y su expansión son casi simultáneos. El teórico de la posmodernidad Giovanni Vattimo habla de una “sociedad transparente” (éste es el título de su libro), en la que los puntos de vista de multiplican hasta tal punto, que la realidad deja de tener un sentido unitario. Tanto se prodigan las interpretaciones de la realidad, que ésta termina por parecer mentira: fantasmagoría y banalidad.
¿Puede la Monarquía, sustentada sobre la antigua “auctoritas” (carisma, autoridad) y el “arcanum” (misterio, alejamiento) sobrevivir en esta Sociedad Transparente, donde todo “arcanum” se diluye en la diversidad y toda “auctoritas” se pierde en una heterogeneidad que no conoce jerarquías? La situación es compleja, pero, como escribe Antonio Machado, “no está el mañana escrito”. En la historia hay tendencias, pero no leyes fatales. La institución ha demostrado su capacidad de cambio y adaptación en su paso del “Ancien Regímen” a la modernidad, despojándose de un poder absoluto para convertirse en una instancia de representación y arbitraje. El segundo gran salto, que ya se ha iniciado, es el de la Modernidad a la Posmodernidad en la que todo poder es, sobre todo, imagen, y en la que toda imagen se banaliza. En el primer cambio se avanzó irreversiblemente por el camino de la racionalidad política; en el segundo cambio no hay otro camino que el de la ejemplaridad personal; el del acopio de una autoridad que, eliminadas todas las demás, tiene que ser moral.
Artículo publicado con autorización del autor.
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