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viernes, 23 de enero de 2009

La Monarquía y la "sociedad transparente"

por Tomás Salas

Toda gran política exige su “arcanum”, ha escrito Carl Schmitt. Uno de los atributos del poder es la distancia, el respeto, la fascinación que presenta lo oculto. El mando requiere, de alguna manera, la distancia entre gobernante y gobernados. Una distancia que sea un margen separador que el mandatario puede saltarse como quien, donosamente, concede una gracia. Hablo de política como carisma, como autoridad personal, no, en el sentido ejecutivo y legal, como capacidad de crear normas y hacerlas cumplir. Los romanos hacían una distinción que aclara luminosamente esta diferencia: “auctoritas” frente a “potestas”. La potestad es la capacidad de influir sobre los demás, lo que entendemos preferentemente como poder; la autoridad es esa capacidad carismática  a la que atribuyo un elemento mistérico, arcano.

Si hay una forma política que, en nuestro contexto, se identifica con la “auctoritas” es la Monarquía. El Rey, en los estados democráticos, despojado de la potestad directa y ejecutiva, está imbuido  de una capacidad que es más carisma personal, capacidad de influencia y consejo, que  poder real en la toma de decisiones. Y esta situación requiere margen, alejamiento, “arcanum”. Imaginemos lo que eran los reyes en siglos pasados. Serían considerados como seres fabulosos cuya sola aparición provocaría unción y acatamiento. En los dramas de nuestro Siglo de Oro la aparición final de los monarcas suele dar una solución inapelable al conflicto planteado; solución que solía ser en defensa del pueblo llano frente a las arbitrariedades de la nobleza.

Pero este carácter misterioso entra en contradicción con una sociedad, como la actual, que convierte cada acto en una onda de información que se expande en todo el mundo en breves instantes de una forma prácticamente instantánea, de manera  que el hecho y su expansión son  casi simultáneos.  El teórico de la posmodernidad Giovanni Vattimo habla de una “sociedad transparente” (éste es el título de su libro), en la que los puntos de vista de multiplican hasta tal punto,  que la realidad deja de tener un sentido unitario. Tanto se prodigan las interpretaciones de la realidad, que ésta termina por parecer mentira: fantasmagoría y banalidad. 

¿Puede la Monarquía, sustentada sobre la antigua “auctoritas” (carisma, autoridad) y el “arcanum” (misterio, alejamiento) sobrevivir en esta Sociedad Transparente, donde todo “arcanum” se diluye en la diversidad y toda “auctoritas” se pierde en una heterogeneidad que no conoce jerarquías? La situación es compleja, pero, como escribe Antonio Machado, “no está el mañana escrito”. En la historia hay tendencias, pero no leyes fatales. La institución ha demostrado su capacidad de cambio y adaptación en su paso del “Ancien Regímen” a la modernidad, despojándose de un poder absoluto para convertirse en una instancia de representación y arbitraje. El segundo gran salto, que ya se ha iniciado, es el de la Modernidad a la Posmodernidad en la que todo poder es, sobre todo, imagen,  y en la que toda imagen se banaliza. En el primer cambio  se avanzó irreversiblemente por el camino de la racionalidad política; en el segundo cambio no hay otro camino que el de la ejemplaridad personal; el del acopio de una autoridad que, eliminadas todas las demás, tiene que ser moral.

Artículo publicado con autorización del autor.

sábado, 17 de noviembre de 2007

La autenticidad de la Monarquía

Rey, Poder y Sociedad

Asistimos hoy en día a una lucha desenfrenada por el poder. Todos los hombres aspiran hoy al poder, aspiran a imponer cada uno su propia voluntad sobre los demás. Ya dijo Voltaire: "Hacer a todos actuar como yo quisiera, ese es mi poder." No en todas las épocas de la historia ha sido esa aspiración, la del poder en sí mismo, la primera de los hombres. La verdad es que, en ciertos tiempos y debido a determinadas circunstancias, parece como desencadenarse esta ansia de poder; el poder se maximiza como valor, como valor primordial entre los demás valores sociales. En otras épocas, en las que la Sociedad parece constituir un conjunto orgánico, no ocurre tal cosa. El poder político se convierte en la preocupación fundamental cuando han ocurrido profundos cambios sociales que han puesto en duda la existencia de un poder legítimo, con la consecuencia de que cuando tal cosa ocurre, cuando el poder se desliga de la autoridad legítima -la autoridad que el pueblo acepta como de origen divino o surgida de su libre consentimiento- es incapaz de producir ningún bien. No es constructivo. No logra edificar sus propios fundamentos. Sólo es capaz de destruir y, finalmente, de destruirse a sí mismo.

Es lo que vemos confirmado por la crítica situación que viven en la actualidad las repúblicas y alguna monarquía parlamentaria como la española, que se ven cada vez más sumidas en una crisis de identidad nacional y de los valores que son la base de sus naciones, como en el caso de Italia o Alemania, pero también otras como Venezuela o Bolivia, entre otras, donde el poder llamado democrático se encuentra en fase de descomposición o desvirtuación, perdiendo cada vez más el arraigo popular que lo legitima, porque sus dirigentes hacen y deshacen a su antojo sin respetar que el pueblo tal vez quiera optar por otros dirigentes u otro sistema. El poder no sirve ya al bien del pueblo, del estado, sino sólo a sí mismo. Y esta situación es especialmente pronunciada allí donde el régimen republicano se basa sobre fundamentos poco claros en cuanto a la voluntad popular y su constitución legítima y donde los representantes elegidos se convierten en dictadores que se apropian la voluntad popular para transformar al estado en un régimen totalitario.

Por otra parte, los mismos males se hacen patentes también en la Monarquía, donde el poder trata de arrinconar al Monarca, relegando a la Real Persona a actos puramente representativos o incluso decorativos, dictándole al parecer los contenidos de sus discursos, dispensándole en sentido figurado nada más que sonrisas cínico-benévolas, porque en realidad se trata de imponer una república de hecho que se disimula con un marco decorativo psicológicamente eficaz. Es, precisamente, el modo republicano de gobernar que, reafirmándose contínuamente como democráticamente elegido, hace que se llegue a situaciones de desgobierno, corrupción y pérdida de valores morales y éticos, porque el poder que no respeta la esencia misma del estado basada en la partición de poderes (Rey-Jefe de Estado - Ejecutivo - Legislativo - Poder Judicial), se tiene que traducir, necesariamente, en el cultivo de generaciones futuras oportunistas y carentes de todo respeto hacia los demás y a las reglas de de la democracia y la pacífica convivencia. El problema de las Monarquías parlamentarias actuales en Europa es que de facto el Rey queda sometido al poder ejecutivo cuando en realidad debería quedar situado por encima de éste para ejercer una función moderadora y vigilante en beneficio del buen funcionamiento de las instituciones conforme a los preceptos constitucionales, y aunque el pueblo quisiera que su monarca ejerciera funciones más efectivas (pues al criticar que un Rey no hace nada por falta de concederle poderes clave para determinadas situaciones), ya se encargan los políticos a que esto no sea así, porque lo que más parecen temer es tener una instancia que les vigile y corrija.

Uno de los más fatales errores cometidos por los que consideran el problema del poder como un mero problema institucional es la falaz suposición referente a las relaciones entre democracia y poder. Concretamente se da por supuesto que la democracia levanta obstáculos más formidables que cualquier otro sistema de gobierno al abuso del poder. Incluso la división democrática de los poderes entre muchos salvaguarda la dignididad y la libertad humanas contra el abuso del poder mayoritario. La realidad no confirma, en modo alguno, esta suposición.

La antítesis de la tiranía no es ni ha sido nunca la democracia ni ningún otro principio específico de gobierno, sino la síntesis de unidad en lo necesario, diversidad en lo accesorio y caridad en todo (entendiéndose la caridad como ecuanimidad).

Síntesis a la que es dífícil de llegar en un modo automático por procedimientos formalistas, sino que sólo puede ser inspirada por una mente humana; pero ha de ser la de un hombre sustraído en lo posible a todas las tentaciones de los intereses particulares, situado por encima de las luchas de los partidos, que haga del logro de este alto fin el único motivo de su existencia para el que nació y fue educado. En definitiva, por la mente de un Rey.

Una auténtica Monarquía significa lo contrario de cualquier ideología. Todas ellas, hasta las más antagónicas, podrán encontrar sus partidarios entre los miembros de la comunidad. Pero el estado monárquico no estará adscrito a ninguna de ellas. Sus planes y programas de gobierno, de mucho más largo alcance que los que hacen los estados hoy en día, -el poderlo hacer así es precisamente una de las ventajas de un tipo de estado capaz de extender su mirada a través de las generaciones- estarán inspirados en consideraciones puramente pragmáticas, nunca en abstracciones de tipo ideológico. Al quedar encarnada la cumbre y cabeza del estado por un hombre físico, de carne y hueso, no por una teoría ni por una abstracción, se vendrá abajo asimismo todo el sistema de ficciones sobre las que están edificados los modernos estados.

La forma política del mañana será la Monarquía, le guste al hombre de hoy o no. Esta evolución se realizará con la simplicidad de una ley natural. Hemos de preocuparnos sólamente de no caer mañana bajo el influjo del ayer. Esta Monarquía del mañana no puede, por tanto, aportar instituciones de ayer que hayan sido superadas. Lo que fue bueno ayer volverá mañana - en un plano más elevado, acompañado por algo nuevo, cuya bondad y valor de acomodación dependerá de nosotros.

Nada de esto debe interpretarse en el sentido de que la Monarquía represente una idea contraria a la idea democrática. La Monarquía -nunca se insistirá bastante sobre ello- no representa ninguna ideológía. El Rey es hoy más necesario que nunca porque las luchas partidistas son hoy más violentas que nunca, y el Rey es el único dirimente posible de estas luchas, con la mirada puesta en los supremos intereses del Estado. El Rey es, en definitiva, el único posible representante auténtico de la idea del Estado, dando exactamente igual a estos efectos que profese una concepción de la sociedad democrática o aristocrática, siendo incluso perfectamente posible, en última instancia, encuadrar una teoría legitimista dentro de unos auténticos principios democráticos sobre los que se edificara el futuro Estado monárquico.

Tampoco estará situada en el centro de gravedad de las preocupaciones estatales el hombre como entidad, sino lo estarán los hombres físicos de carne y hueso, con todos sus personales problemas. Problemas que se han hecho demasiado grandes y trascendentales en los tiempos presentes, para que pretendamos continuar abordándolos a base de un sistema de ficciones. Por eso es por lo que, como afirmó el doctor Canaval, la Monarquía es el único régimen posible de futuro.

(Editorial publicado en Monarquía Europea Nº 4 Año 2 Abr-Jun 1992, revisado y actualizado el 18-05-2008 para este blog. El Dr. Gustav Canaval fue un teórico austríaco de la idea monárquica en cuyos textos se basa este artículo)