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domingo, 6 de enero de 2008

La Monarquía del Siglo futuro

Puntos de vista

Conforme a nuestro lema "La unión hace la fuerza", defendido en el último número, queremos dar espacio también a aquellos monárquicos que difieran en la forma, aunque no en el fondo, de la Monarquía actual. Creemos que unos y otros podemos aportar algo a la Monarquía del futuro que, como ya decíamos antes, en su funcionalidad ha de ser distinta de las Monarquías históricas y actuales, salvando lo positivo a la vez de adaptarse a las exigencias del momento. Con este fin creamos el espacio "Debate monárquico", que esperamos suscite el interés y la colaboración de nuestros lectores.


LA MONARQUIA DEL SIGLO FUTURO

por Ramón Forcadell
Presidente de la Hermandad Nacional del Maestrazgo


Muy poca gente, especialmente en España, podía vaticinar, en el primer tercio del siglo XX, el retorno de la Monarquía en las últimas décadas del mismo. Mas este retorno no sólo parece producirse en España, pues en otras naciones - Rusia, Georgia, Bulgaria y Rumanía - surgen corrientes de opinión en favor de la institución monárquica.

En todos los países de vieja formación histórica existen organizaciones monárquicas, más o menos pujantes, especialmente en aquellos que aspiran a que el Trono vuelva a ser su base unitaria.

En España ha existido, desde 1833, un núcleo importante y vigoroso de monárquicos, a los que los historiadores han venido calificando como legitimistas, carlistas o tradicionalistas. La pervivencia de ese sector de opinión, pese a los avatares históricos tanto nacionales como en el mismo sector, es un fenómeno que admira a los estudiosos del tema.

Pero ese sector monárquico habría, como otros, desaparecido si realmente no estuviese imbuido de unos principios políticos, en cuya defensa han dedicado sus partidarios más de siglo y medio en España.

Un profundo conocimiento y análisis de la historia fundamenta la doctrina monárquica de los carlistas o tradicionalistas, que resumen su lema en las palabras DIOS, PATRIA, FUEROS Y REY.

Parece pueril, en tiempos de agnosticismo y de separación de poderes, incluso de crisis en el seno de la Iglesia católica, que un sector de españoles tenga como primer postulado DIOS; mas no es así cuando se penetra en el significado que esa palabra tiene para el fundamento de la propia Monarquía.

Para la Tradición fue Recaredo, antes que Pelayo, el primer monarca español, por haber conseguido la unidad católica en España, lo cual constituyó la piedra angular que hizo posible la Reconquista, tras siete siglos, y la posterior unión política en la época de Fernando e Isabel, los Reyes Católicos, en 1492, y los posteriores logros de la Casa de Austria, al construir el Imperio en el que no se ponía el sol.

Patria simboliza, junto con los fueros, el sentimiento de los tradicionalistas por las libertades de los distintos territorios que constituían la Monarquía que venía a ser la cúspide de un conglomerado de auténticas repúblicas libres - los municipios y las regiones o antiguos reinos hispánicos -, de ahí la importancia del Rey como arbitro indiscutido en la variedad dentro de la unidad política, por la misma fidelidad a Dios y a la Corona.

Los vendavales revolucionarios, a partir de 1789, asolaron muchas Monarquías europeas. Esos principios -Dios, Patria, Fueros, Rey- son los componentes de la lucha del pueblo español contra la invasión napoleónica y su victoria frente a Napoleón. Mas las ideas revolucionarias extranjeras alcanzaron a los grupos dirigentes de la sociedad española, que frente a la opinión mayoritaria del pueblo, impusieron sus teorías que se iniciaron con la crítica y discusión de dichos principios. Ese fue el motivo de las guerras -llamadas carlistas- al fallecer Fernando VII, en 1833, que en su lecho de agonía modificó arbitrariamente la sucesión de la Corona, que legalmente correspondía a su hermano Carlos, en favor de su hija Isabel II, que por su minoridad fue fácil instrumento en manos de los revolucionarios, para los cuales, a diferencia de los carlistas, la Monarquía tan sólo les servía como un emblema pasajero hasta alcanzar las metas propuestas por la Revolución.

Mientras la dinastía carlista se mantenía arropada por la adhesión de sus partidarios, la llamada dinastía liberal sufría, en primer término, la expulsión de la Reina Gobernadora María Cristina a manos de Espartero; posteriormente la expulsión de la propia Isabel II; luego la pretensión de implantar un Rey extranjero, Amadeo de Saboya, el intento de proclamar la República, hasta que Cánovas del Castillo, en 1872, intenta llegar a la concordia de todos los españoles con una Constitución, para lo cual le ayuda el General Martínez Campos con un golpe de Estado, en Sagunto, que proclama a Alfonso XII.

Extramuros del sistema canovista, quedaron los tradicionalistas, no sólo por lealtades dinásticas a los herederos del Infante Don Carlos, sino por considerar que el régimen constitucional constituía sólo un retraso en el ímpetu revolucionario que trastocaría la institución monárquica española. El primer tercio del siglo actual vino a darles la razón, cuando la crisis social, parlamentaria, de partidos e instituciones supuso el golpe de Primo de Rivera con la Dictadura, sistema con el que quería sostener la Monarquía de

Alfonso XIII. El Dictador, en 1923, pretendió reformar las bases políticas de la Monarquía, para lo cual solicitó el consejo de Víctor Pradera, doctrinario tradicionalista, que llevó a cabo un profundo análisis de los problemas políticos y aportó una serie de soluciones en su obra "El Estado Nuevo". Primo de Rivera no quiso, o no pudo, aplicar aquellas soluciones. En 1931, Alfonso XIII partía de España al exilio.

El año en el que el Rey constitucional abandonaba la Patria, los únicos monárquicos organizados eran los carlistas o tradicionalistas, con círculos, requetés, políticos y doctrinarios, y a ellos acudieron los escasos partidarios activos del destronado monarca. Recordemos cómo Eugenio Vargas Latapié fundó "Acción Española", con el propósito de recoger las doctrinas de Pradera y otros pensadores tradicionalistas. A partir de 1939 los únicos monárquicos activos seguían siendo los tradicionalistas, cuya doctrina inspiraba todos los documentos, manifiestos y actuaciones de los monárquicos durante la dictadura del General Franco.

En 1978 se promulgó una Constitución, que difiere poco con la anterior de Cánovas del Castillo. Dieciséis años después, de nuevo se habla de crisis institucional, especialmente en los apoyos políticos de esa Constitución - partidos, administración de Justicia, autonomías regionales - y una creciente abstención en las elecciones generales son exponentes de esa crisis.

El momento es, por tanto, difícil y de gran responsabilidad histórica, en concreto para los que se sienten herederos de la Tradición política, y de forma especial para los que se han integrado en la Hermandad Nacional Monárquica del Maestrazgo, - fundada en 1962, cuando todavía estaba muy lejana la hora de la Monarquía en España -, por ello a través de la revista MAESTRAZGO han venido ocupándose de analizar y dar soluciones a estos problemas políticos.

sábado, 17 de noviembre de 2007

La autenticidad de la Monarquía

Rey, Poder y Sociedad

Asistimos hoy en día a una lucha desenfrenada por el poder. Todos los hombres aspiran hoy al poder, aspiran a imponer cada uno su propia voluntad sobre los demás. Ya dijo Voltaire: "Hacer a todos actuar como yo quisiera, ese es mi poder." No en todas las épocas de la historia ha sido esa aspiración, la del poder en sí mismo, la primera de los hombres. La verdad es que, en ciertos tiempos y debido a determinadas circunstancias, parece como desencadenarse esta ansia de poder; el poder se maximiza como valor, como valor primordial entre los demás valores sociales. En otras épocas, en las que la Sociedad parece constituir un conjunto orgánico, no ocurre tal cosa. El poder político se convierte en la preocupación fundamental cuando han ocurrido profundos cambios sociales que han puesto en duda la existencia de un poder legítimo, con la consecuencia de que cuando tal cosa ocurre, cuando el poder se desliga de la autoridad legítima -la autoridad que el pueblo acepta como de origen divino o surgida de su libre consentimiento- es incapaz de producir ningún bien. No es constructivo. No logra edificar sus propios fundamentos. Sólo es capaz de destruir y, finalmente, de destruirse a sí mismo.

Es lo que vemos confirmado por la crítica situación que viven en la actualidad las repúblicas y alguna monarquía parlamentaria como la española, que se ven cada vez más sumidas en una crisis de identidad nacional y de los valores que son la base de sus naciones, como en el caso de Italia o Alemania, pero también otras como Venezuela o Bolivia, entre otras, donde el poder llamado democrático se encuentra en fase de descomposición o desvirtuación, perdiendo cada vez más el arraigo popular que lo legitima, porque sus dirigentes hacen y deshacen a su antojo sin respetar que el pueblo tal vez quiera optar por otros dirigentes u otro sistema. El poder no sirve ya al bien del pueblo, del estado, sino sólo a sí mismo. Y esta situación es especialmente pronunciada allí donde el régimen republicano se basa sobre fundamentos poco claros en cuanto a la voluntad popular y su constitución legítima y donde los representantes elegidos se convierten en dictadores que se apropian la voluntad popular para transformar al estado en un régimen totalitario.

Por otra parte, los mismos males se hacen patentes también en la Monarquía, donde el poder trata de arrinconar al Monarca, relegando a la Real Persona a actos puramente representativos o incluso decorativos, dictándole al parecer los contenidos de sus discursos, dispensándole en sentido figurado nada más que sonrisas cínico-benévolas, porque en realidad se trata de imponer una república de hecho que se disimula con un marco decorativo psicológicamente eficaz. Es, precisamente, el modo republicano de gobernar que, reafirmándose contínuamente como democráticamente elegido, hace que se llegue a situaciones de desgobierno, corrupción y pérdida de valores morales y éticos, porque el poder que no respeta la esencia misma del estado basada en la partición de poderes (Rey-Jefe de Estado - Ejecutivo - Legislativo - Poder Judicial), se tiene que traducir, necesariamente, en el cultivo de generaciones futuras oportunistas y carentes de todo respeto hacia los demás y a las reglas de de la democracia y la pacífica convivencia. El problema de las Monarquías parlamentarias actuales en Europa es que de facto el Rey queda sometido al poder ejecutivo cuando en realidad debería quedar situado por encima de éste para ejercer una función moderadora y vigilante en beneficio del buen funcionamiento de las instituciones conforme a los preceptos constitucionales, y aunque el pueblo quisiera que su monarca ejerciera funciones más efectivas (pues al criticar que un Rey no hace nada por falta de concederle poderes clave para determinadas situaciones), ya se encargan los políticos a que esto no sea así, porque lo que más parecen temer es tener una instancia que les vigile y corrija.

Uno de los más fatales errores cometidos por los que consideran el problema del poder como un mero problema institucional es la falaz suposición referente a las relaciones entre democracia y poder. Concretamente se da por supuesto que la democracia levanta obstáculos más formidables que cualquier otro sistema de gobierno al abuso del poder. Incluso la división democrática de los poderes entre muchos salvaguarda la dignididad y la libertad humanas contra el abuso del poder mayoritario. La realidad no confirma, en modo alguno, esta suposición.

La antítesis de la tiranía no es ni ha sido nunca la democracia ni ningún otro principio específico de gobierno, sino la síntesis de unidad en lo necesario, diversidad en lo accesorio y caridad en todo (entendiéndose la caridad como ecuanimidad).

Síntesis a la que es dífícil de llegar en un modo automático por procedimientos formalistas, sino que sólo puede ser inspirada por una mente humana; pero ha de ser la de un hombre sustraído en lo posible a todas las tentaciones de los intereses particulares, situado por encima de las luchas de los partidos, que haga del logro de este alto fin el único motivo de su existencia para el que nació y fue educado. En definitiva, por la mente de un Rey.

Una auténtica Monarquía significa lo contrario de cualquier ideología. Todas ellas, hasta las más antagónicas, podrán encontrar sus partidarios entre los miembros de la comunidad. Pero el estado monárquico no estará adscrito a ninguna de ellas. Sus planes y programas de gobierno, de mucho más largo alcance que los que hacen los estados hoy en día, -el poderlo hacer así es precisamente una de las ventajas de un tipo de estado capaz de extender su mirada a través de las generaciones- estarán inspirados en consideraciones puramente pragmáticas, nunca en abstracciones de tipo ideológico. Al quedar encarnada la cumbre y cabeza del estado por un hombre físico, de carne y hueso, no por una teoría ni por una abstracción, se vendrá abajo asimismo todo el sistema de ficciones sobre las que están edificados los modernos estados.

La forma política del mañana será la Monarquía, le guste al hombre de hoy o no. Esta evolución se realizará con la simplicidad de una ley natural. Hemos de preocuparnos sólamente de no caer mañana bajo el influjo del ayer. Esta Monarquía del mañana no puede, por tanto, aportar instituciones de ayer que hayan sido superadas. Lo que fue bueno ayer volverá mañana - en un plano más elevado, acompañado por algo nuevo, cuya bondad y valor de acomodación dependerá de nosotros.

Nada de esto debe interpretarse en el sentido de que la Monarquía represente una idea contraria a la idea democrática. La Monarquía -nunca se insistirá bastante sobre ello- no representa ninguna ideológía. El Rey es hoy más necesario que nunca porque las luchas partidistas son hoy más violentas que nunca, y el Rey es el único dirimente posible de estas luchas, con la mirada puesta en los supremos intereses del Estado. El Rey es, en definitiva, el único posible representante auténtico de la idea del Estado, dando exactamente igual a estos efectos que profese una concepción de la sociedad democrática o aristocrática, siendo incluso perfectamente posible, en última instancia, encuadrar una teoría legitimista dentro de unos auténticos principios democráticos sobre los que se edificara el futuro Estado monárquico.

Tampoco estará situada en el centro de gravedad de las preocupaciones estatales el hombre como entidad, sino lo estarán los hombres físicos de carne y hueso, con todos sus personales problemas. Problemas que se han hecho demasiado grandes y trascendentales en los tiempos presentes, para que pretendamos continuar abordándolos a base de un sistema de ficciones. Por eso es por lo que, como afirmó el doctor Canaval, la Monarquía es el único régimen posible de futuro.

(Editorial publicado en Monarquía Europea Nº 4 Año 2 Abr-Jun 1992, revisado y actualizado el 18-05-2008 para este blog. El Dr. Gustav Canaval fue un teórico austríaco de la idea monárquica en cuyos textos se basa este artículo)