Hacía un mes que yo había regresado de Buenos
Aires, tras varios años allí destinado, cuando, el 2 de febrero de 2002,
la argentina Máxima Zorreguieta se casó con el príncipe de Orange. Viví
el revuelo que el compromiso causó en la sociedad porteña. Unos decían
que por fin una argentina se sentaría en un trono europeo, otros
indagaban en genealogía para encontrarle antepasados regios. El día
llegó, y los novios se casaron con la ausencia del padre, vetado por
haber sido miembro del Gobierno militar argentino.
No hace mucho,
el nuevo Rey de los Países Bajos habló de la necesidad de aunar la
tradición con la modernidad y de que mantener al país unido,
representarlo dignamente en el exterior y apoyar a los que trabajan por
su patria son sus objetivos fundamentales. Esa simbiosis entre tradición
y modernidad es la que procuran para sus naciones los reyes europeos y
lo que han venido haciendo las reinas de los Países Bajos. Holanda es un
país avanzado, a veces demasiado diría yo, como por ejemplo en lo
referente a la eutanasia, que es en realidad un retroceso y no un avance
social. Sin embargo, la modernidad a la que ha llegado Holanda no ha
sido «a pesar» sino «gracias a» la Corona, como en el resto de
monarquías del continente.
Holanda es el único país en el que la
abdicación de sus monarcas es ya tradición, la misma que llevará hoy a
engalanar sus calles con el naranja de los Orange-Nassau y el tricolor
rojo, blanco y azul de su bandera. Ámsterdam es sede de palacio real y
de la Iglesia Nueva, donde, respectivamente, la reina Beatriz abdicará y
Guillermo Alejandro será entronizado, y una de las ciudades más
cosmopolitas y avanzadas del mundo.
Los holandeses saben que para
representar a su país la monarquía precisa de «fondos» –unos 36,2
millones de euros, cuatro veces más que la española– pero también de
«formas». Una encuesta revelaba que el 41% de los holandeses privaría a
su familia real de sus privilegios, aunque el 78% defiende la monarquía
como forma de Estado. En tiempos de crisis los primeros en dar ejemplo
son los reyes. Así lo han hecho siempre en guerras y catástrofes, en
tiempos de penurias nacionales y de necesidad. Pero la corona, como
cualquier otra Jefatura del Estado, debe presentarse adecuada y
dignamente. El Acta de Finanzas Reales de 1972 otorga al rey y al
príncipe heredero esos fondos. Además, los holandeses saben que sus
reyes son «ricos por su casa» –recordemos el Dutch Bank ABN Amro y la
Shell–, pero no se suelen detener en demagógicas consideraciones acerca
del particular. Saben que la reina Guillermina encabezó firmemente la
resistencia durante la Segunda Guerra Mundial; que su hija, la reina
Juliana, democratizó «en bicicleta» la realeza neerlandesa; o que la
reina Beatriz sufrió injustamente de una convulsa ceremonia de boda por
casarse con Claus von Amsberg, que luego demostró ser un digno príncipe
de los Países Bajos.
El nuevo Rey se convierte en monarca de una
generación –comenzada por Alberto II de Mónaco–, en la que los monarcas
son más símbolos que gobernantes. Pero los símbolos también cuentan y
sus gestos más aún. Guillermo Alejandro estudió en un colegio público y
no se le caen los anillos por tomarse una cerveza con sus amigos o
patinar entre la gente, pero sabe quién es: un gran señor. Es cercano,
pero no olvida que por sus venas corre la sangre de los estatúderes y
reyes de los Países Bajos, además de la de los Lippe-Biesterfeld,
Mecklenburg-Schwerin, Waldeck und Pyrmont, Romanov, Hohenzollern o
Württemberg: pura historia de Europa. Está bien esa cercanía, pero la
realeza debe conservar cierta majestad que no es sólo adorno sino
esencia.
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