El Rey, con el inteligente gesto de la semana pasada, cumple con los deberes que la Constitución le impone. Pues bien, el Congreso hace lo contrario: incumple con sus deberes a sabiendas.
El diario “El Mundo” daba a conocer el domingo pasado que el Rey había tomado la iniciativa de reunirse, por separado y en privado, con cuatro ex-presidentes del Tribunal Constitucional. Se supone que el motivo de las entrevistas es la preocupación del monarca por la actual situación del alto órgano jurisdiccional.
El Rey no tiene poderes políticos y su deber es permanecer neutral ante las disputas partidistas. Pero, como recordaba un breve comentario en el diario antes citado firmado por Secondat - pseudónimo que recordarán sin duda muchos lectores de “La Vanguardia” de los años sesenta - “el Rey no es un simple espectador de lo que acontece en la escena política sino el árbitro supremo”. En efecto, el art. 56 de la Constitución establece que “el Rey arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones”.
Don Juan Carlos ha ejercido siempre esta delicada función con exquisita prudencia y una vez más así ha sido. ¿Cuál fue el tema de conversación entre el Rey y los ex presidentes del TC recibidos de forma sucesiva? Nadie lo sabe de cierto aunque se supone: se trató, sin duda, del grave deterioro que está sufriendo una institución clave de nuestra democracia debido a los interesados manejos de los partidos, en especial, en el actual momento, de los dos grandes partidos estatales. El rey no gobierna, pero modera y arbitra.
El profesor Tomás y Valiente, inolvidable ex-presidente del TC salvajemente asesinado por ETA, sostuvo que en esta función moderadora y arbitral el Rey puede conjugar muchos verbos: “escuchar, consultar, informarse y puede después recomendar, sugerir, instar, aconsejar”. Creo que, de momento, el Rey ha conjugado los tres primeros y, muy sutilmente, ha insinuado a los responsables de la situación que, si hace falta, conjugará todos los demás. Todo ello sin desbordar sus funciones constitucionales sino, precisamente, cumpliendo responsablemente con los deberes que la Constitución le impone. En efecto, cuando menos una institución, el Tribunal Constitucional, de forma reiterada no funciona de manera regular y los responsables del desaguisado siguen impasibles mirando hacia otro lado. Como dice “Secondat”, el árbitro puede sacar tarjeta roja.
Además, llueve sobre mojado. En los años en que ha estado pendiente la sentencia sobre el Estatut de Catalunya, el TC se ha convertido - con razón o sin ella, la mayoría de las veces sin ella - en la diana preferida de políticos y medios de comunicación. Pero ahora estamos en una fase distinta. Parecía que en diciembre pasado serían renovados todos los magistrados con mandato prorrogado: cumplió el Senado, que llevaba tres años de retraso, pero no el Congreso. Desde primeros de noviembre la cámara baja debe proponer a cuatro nuevos candidatos para sustituir a los actuales. No parece que haya prisa, la cuestión ha desaparecido de la agenda política y hasta se dice que la renovación no tendrá lugar hasta pasadas las elecciones generales, es decir, como mínimo hasta dentro de más de un año.
Dicho claramente, y repitiendo los mismos términos que empleó María Emilia Casas en su memorable discurso de despedida como presidenta del TC: el retraso en los nombramientos es un incumplimiento grave de un inexcusable deber constitucional. Antes decíamos que el Rey, con el inteligente gesto de la semana pasada, cumple con los deberes que la Constitución le impone. Pues bien, el Congreso hace lo contrario: incumple con sus deberes a sabiendas.
Pero a este incumplimiento de los plazos se añade otro más de fondo que dura desde hace años: el procedimiento para la designación de magistrados no se adecua a las finalidades que la Constitución pretende. El complejo sistema de designación – cuyos rasgos básicos regula el art. 159 de la Constitución – está encaminado a que los magistrados sean juristas independientes y técnicamente cualificados para cumplir con la función que tiene encomendada un Tribunal de esta naturaleza. Para conseguirlo, la designación se efectúa por tercios y los elegidos por las cámaras requieren una mayoría cualificada de sus 3/5 partes. Estas mayorías tan holgadas pretenden que los magistrados gocen de un consenso lo más amplio posible entre todos los partidos con representación parlamentaria.
Pues bien, en realidad, el amplio consenso se ha visto reducido, casi siempre, a cosa de dos, PSOE y PP, que entre ambos siempre superan la cualificada mayoría exigida. Además, estos partidos han convertido en costumbre una condición: el sistema de cuotas. Ello implica que cada partido designa libremente a sus candidatos sin acordar los nombres con el otro partido: el consenso, pues, se ha esfumado. Por ello ahora el PP acusa al PSOE de romper con esta costumbre al “vetar” a uno de sus candidatos. El consenso más amplio posible para designar magistrados ha sido sustituido por un sistema de cuotas cerradas con prohibición de veto: la finalidad constitucional ha sido claramente desvirtuada y es preciso volver a ella.
El Rey ha deslizado, astutamente, una sutil advertencia. El Congreso está más que avisado. Sólo falta que los responsables recojan el guante.
Francesc de Carreras Serra, catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Autónoma de Barcelona (U.A.B.).
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