por José María Marco
Historiador
Entre las conmemoraciones que se han venido celebrando estos días no debería faltar alguna alusión a los veintitantos años de adhesión a la Monarquía del Partido Socialista Obrero Español. No es pequeña cosa. Hasta mediados de los años 70 el PSOE se decía republicano. En su programa figuraba la instauración en España de una República, es de suponer que la Tercera. Incluso exhibía como propia la bandera de la República. Se deduce que seguía aspirando a representar aquellas fuerzas sociales -campesinos, obreros y burguesía progresista, en la fraseología habitual- siempre excluidas del sistema político español, pero sin las cuales el sistema no alcanzaba nunca a estabilizarse del todo.
Frente a esa aspiración, la Corona era el símbolo de un sistema excluyente y arcaico, uno de los obstáculos tradicionales a la modernización y al progreso de España. Al aceptar la Monarquía, el PSOE se apartaba definitivamente de esta antigua doctrina. Por primera vez en su historia, se declaraba leal y firmemente adscrito al parlamentarismo o, si se prefiere, a la democracia liberal.
Esta mutación ideológica y política no se hizo sin segundas intenciones. Al aceptar la institución de la Corona, el PSOE no se declaraba adscrito sin más a la idea monárquica. Más bien prestaba a la Corona un respaldo que la Monarquía se veía obligada a aceptar si quería demostrar su propia lealtad parlamentaria y democrática. El PSOE respaldaba así una Monarquía a la que los socialistas servían de legitimación última. Así es como a Don Juan Carlos se le pudo llamar el rey de los republicanos. Primero porque con el nuevo Rey llegó la reconciliación entre españoles enfrentados a muerte en los años 30, y después, porque había procedido a una modernización de la institución, y con ella del sistema político, que hacía posible la integración de las fuerzas de izquierda.
En cuanto al PSOE, arrinconaba su tradición antiparlamentaria, pero soslayaba la revisión crítica de su papel en la historia española desde hace 100 años y aceptaba un monarquismo condicional, supeditado a la aceptación por la Corona de lo que él decía representar. Se llegó entonces a hablar de juancarlismo, versión ligera y actualizada de una lealtad monárquica que pocos estaban dispuestos a declarar, a pesar de la inmensa popularidad del Rey.
La Corona aceptó este supuesto intercambio, incluida la consigna del juancarlismo. Había motivos prácticos que lo aconsejaban, motivos a los que el Rey recién proclamado no podía ser ajeno. Pero también hay otras razones que explican esta aceptación. La primera es la forma misma en que la Corona representa la soberanía o la pervivencia -historia y futuro- de la nación española. Conviene recordar que la institución monárquica ha regido los destinos políticos españoles desde hace más de 2.000 (por no hablar de la monarquía visigótica). La Monarquía española es previa al Estado moderno, como es previa a la nación española, en cuya constitución tiene un papel fundamental.
De ahí deriva su capacidad de integración, basada en la relación que la Corona o, si se prefiere, el Rey, establece con sus connacionales. El principio monárquico se basa en un mecanismo muy simple, al menos en apariencia. El Rey no pregunta nunca por adscripciones políticas ni ideológicas, no solicita ningún marchamo, ningún a priori, ninguna creencia. Basta con ser español para que la Corona reconozca los derechos que a cada cual le corresponden y para que el Rey dé por supuesta la lealtad que se le debe como símbolo de la pervivencia de la nación.
En vez de constituirse sólo como una institución política, la Monarquía, y muy particularmente la Monarquía española, es anterior al hecho político y reconoce una libertad natural en el ser humano. La cortesía de los Reyes consiste en tratar como iguales a todos, haciendo caso omiso de las desigualdades que impone la sociedad y las diferencias que cada uno quiera presentar como propias. Por eso los Reyes pueden constituirse como garante último de las libertades de todos.
Se trata, claro está, de un artificio de extrema sofisticación, precisamente porque las desigualdades y las diferencias no son sólo artificiales. Pero eso no mengua su valor ni su eficacia. Al contrario. Al ser la Corona una institución integradora por vocación y por naturaleza, la Monarquía se convirtió en un aliado de primera importancia en el establecimiento de las libertades públicas en Europa. En España, la construcción del Estado moderno se basó en la alianza de la Corona con los liberales (progresistas o conservadores), que veían en la desaparición del Antiguo Régimen la condición del progreso para su país. La Reina María Cristina, o su hija, Isabel II, primera reina constitucional de España, no fueron un obstáculo para la modernización de España, sino la clave de ésta: la garantía de que el nuevo sistema respetaría las libertades fundamentales.
La relación entre la Corona y las libertades públicas establecida en España es tan fuerte, que cuando el monarca se involucra en el juego político y deja de jugar el papel que le corresponde como garante del sistema de libertades, pone en peligro su permanencia en el trono. Todo el sistema corre entonces el riesgo de hundirse, como ocurrió en las dos experiencias republicanas de la historia de España. Pero el principio monárquico es tan de raíz, tan consustancial a la formación misma de España, que su recuerdo sobrevive y sigue siendo la legitimación última de cualquier régimen que aspire al establecimiento de un mínimo de convivencia entre españoles. Prim intentó actualizar el principio en abstracto, importando un Rey, Amadeo de Saboya, y tratando de fundar una nueva dinastía reconciliada con los principios democráticos.
Mucho más tarde, tras una guerra civil devastadora, el franquismo no dejó nunca de evocar, aunque fuera de forma confusa y para muchos desleal, la Monarquía como clave última de la constitución política de España.
Es obvio que la Monarquía reinstaurada en 1975 no tenía su origen en el régimen anterior. Al contrario, la duración del franquismo se explica, entre otras razones, por ese hilo tenue, pero nunca roto, de evocación de la Monarquía. Don Juan Carlos debió de comprenderlo así y entendió bien que una vez fallecido Franco, la reinstauración de la Monarquía llevaba aparejada la reinstauración de las libertades públicas. Y a la inversa: la mejor forma política para una sociedad moderna, es decir rica, plural y tolerante, era la Monarquía. Lo es ahora y lo fue antes.
Recuérdese que sólo bajo la Monarquía se pudo aceptar que sobreviviera un partido como el socialista, indeciso entre la reforma y el radicalismo, y que no aceptaba la democracia parlamentaria.
Cuando llegó la República, aquel régimen monárquico que muchos llamaban una ficción, una fantasmagoría, se derrumbó. Pero como en la República nadie jugó el papel de garante de las libertades de los demás, el sistema no resistió la deslealtad democrática del PSOE, una de las principales fuerzas políticas de aquellos años. Se comprobó así que la famosa fantasmagoría era, en el fondo, la única que permitía la supervivencia de la idea republicana. En rigor, ¿quién era el más fantasma de todos?
Pero aunque esta historia todavía no ha sido contada como se merece, los hechos a los que se refiere están casi completamente superados. Por eso resulta tan entretenido recordarlos.