por Luc-Olivier d'Algange
Ciertamente, la Idea Monárquica tal como la entendemos nosotros, no se satisfaría con ver a un Rey a la cabeza del Estado. La idolatría del "orden" en el que una determinada burguesía "bien-pensante" gusta de legitimar sus creencias, sus codicias y sus resentimientos, nos es más hostil que el simple desorden, que no reina más allá de los sueños. Al orden antiguo siempre le sucede un orden nuevo en el que es preciso descubrir su verdadera naturaleza antes de celebrarlo o de hablar mal de él.
Lejos de padecer los inconvenientes del desorden, este mundo sin Dios en el que vivimos es, al contrario, tormentado por un exceso de rigor en los dominios en los que, antaño, la libertad se regocijaba en las letras, las almas de las leyes más volubles y más sutiles. Los tiempos modernos, que se hacen llamar "humanistas" han entregado a los hombres a sus poderes opacos, niveladores y aniquilantes del Orden, convertidos en ídolos.
El hombre "liberado" de Dios es el hombre esclavizado por los determinismos más despiadados. Los humanistas modernos no se han cansado de hacer incomprensible todo conocimiento de los Misterios divinos, han obrado de la suerte de someter al hombre a las leyes de la naturaleza, las que, interprestadas de manera mecánica, no conocen ni la gracia ni el perdón.
La Idea Monárquica, que se define en sí misma como la de ir más allá de toda política y todo pragmatismo, no es otra que esta jerarquía cuyo punto más alto es el Signo del reencuentro de la tierra y del Cielo, - Signo de esperanza sobrenatural que simboliza la paloma de la Consagración y que deja al hombre el derecho y la oportunidad de no existir exclusivamente en el orden de la necesidad.
Por la misma razón que la Idea Monárquica es de derecho divino, la realeza significa que, - lejos de encerrarse en sí misma y de hacer enfermar al hombre en la mazmorra de su propia presunción mórbida, el orden del mundo se abre a una luz cuya intervención basta para suspender todo encadenamiento, toda lógica y toda determinación.
Nacido de este derecho que la supera, la realeza en su dominio político no sería otra cosa que el ejercicio del equilibrio entre el orden y el desorden, - Nietzsche hubiera dicho entre el Apoliniano y el Dionysiano,- tanto es cierto que la línea y el color son igualmente importantes y que el abigarramiento del mundo no es el menor de las inmanentes alabanzas a la gloria de Dios.
El hombre sin Dios renuncia a su libertad sobrenatural por caer bajo el yugo de la naturaleza y de la especie humana, su "derecho" se va a limitar a la situación que él ocupa en el mundo, - es decir, en tanto que persona, como casi nada, pero por desgracia, el es pobre y carece de poder.
Aquí es preciso entender bien que antes de ser un poder, la realeza es un símbolo que ordena todo poder bajo una Autoridad de la que depende la posibilidad misma de ser libre. Es un Don sobrenatural que nos corresponde, ya que aprendemos a saludar en él la venida por nuestras obras, la libertad de ser se confunde con la más grande ligereza. Nacido de las Alturas, ella nos llevará, si sabemos aceptarla, hacia las Alturas.
Al reducirnos a no ser más que un proceso de la animalidad y de la naturaleza, los humanistas modernos nos privan de esta más alta libertad sel ser. Al tenernos en la idea de que el hombre sería un animal que ha "evolucionado" hacia la razón, el humanista moderno desconoce la radical diferencia metafísica que distingue al hombre del resto de la creación. El hombre no es un animal al que se habría venido añadiendo una razón o un alma, predestinado por ella misma a escapar a la perfección ordenada del mundo inmanente.
A este respecto, ¡el pensamiento que hizo que se edificara, por ejemplo, la catedral de Reims, es en el verdadero sentido del término infinitamente más humanista que esas teorías recientes que aniquilan en nosotros lo Unico para hacer de nosotros las unidades de una comunidad humana, de un Demos que posee sobre nosotros todos los derechos políticos y morales, en virtud de su cantidad!
Cómo no ver que en el símbolo de la realeza sagrada, reflejo exacto de la realeza interior, permanece esta oportunidad magnífica de disponer un poco del mundo según las normas de la Bondad, de la Verdad y del Bien, en la consonancia fundamental con el Espíritu.
Dado que el Símbolo viene a ser destruido, nada debería retener más al horror de la Historia de tomar posesión de todo y de todos. El Dragón del que no hace mucho San Miguel nos protegía, no es otro que, de lo que resta, que esa historia divinizada, entregada a los postigos de la muerte que profana la muerte misma.
Vivimos en tiempos que sobrepasan vertiginosamente los cuentos más crueles de Villiers de l'Isle-Adam. El retorno del estado no cambiará nada si el pensamiento mismo no es secuestrado, trastocado y arrebatado por la fulgurante e iluminadora santidad del Espíritu.
La práctica religiosa y la práctica política, sin un Conocimiento que las fundamenten, son de todas las menos lanzadas; ¿y cómo es que de aquí en adelante debemos confiar en el azar, dado que todo es rigurosamente determinado por los instantes mismos que conjuran nuestra pérdida?
La experiencia espiritual, igualmente fugaz e incierta que la que ella pudiera parecer, vale más, en estos tiempos de confusión y de desastre, que todas las teologías, al igual que la experiencia, en sí, del sentido de la humana dignidad, vale más que todos los militantismos.
Y como imaginar que la Fé podría obrar para gloria de Dios sin el Conocimiento, ya que ella no es ella misma si9no que el asiento del Conocimiento victorioso, la repercusión en el espacio del pensamiento de donde viene el Conocimiento? Con esa fuerza, qué podría retener la Fé, si no el Conocimiento?
Las argucias contra el Conocimiento, - o dicho de otro modo, contra la Gnosis y contra la metafísica, - no son, a mi modo de ver, tampoco menos inquietantes que esa fuerza que entraña la Fe, esa fuerza que no es más que el Conocimiento, sino la emanación de un Demos del que permanecen los medios y los fines, que, en suma, no son discernables.
Ahora bien, a esa distinción misma del Dragón, criatura eterna del caos, solo se opone la espada arcangelical de la Eternidad. La realeza de derecho divino es la misma que, por la existencia y la eternidad, libera las almas de eso que no es eterno. Resulta en este contexto que la realeza de derecho divino, lejos de ser esa continuidad tan cara a los conservadores, es en realidad, y en la Bondad, la inscripción en este mundo de un Signo que escapa a toda temporalidad.
AETERNITAS NO EST SUCCESION TEMPORE SINE FINE SED NUNC STANS. La eternidad no es la sucesión sin fin de los tiempos pero el instante. De esta presencia real, donde se inmovilizan los efectos y las causas, la realeza de derecho divino da testimonio.
A despecho de las retóricas nacionalistas, la memoria francesa es esa transparencia ardiente de la que la lengua francesa guarda su secreto. Alguno dijo que el sentido de las palabras se orienta por su origen. Así, por origen, Francia es un Reino y un ser francés, este ser del hombre libre. Así, de nuestra fidelidad al esplendor intemporal de la Consagración no sabríamos llegar por nosotros mismos a una "defensa" cualquiera de los "valores" y de la "identidad" en cuyas voluntades se refugia la impostura burguesa. Nada de lo que subsiste merece ser defendido. Sólo nos importa lo que es, - y en donde el ser se sitúa, al margen de las formas caducas, en esta actualidad permanente que es la de los Príncipes.
Escritores, las palabras y las frases que escribimos nos importan menos que el sentido que las anima, y según nosotros creemos entender que el estilo es precisamente esta gracia que, de un tiempo a otro, nos guía y que consiente a dejar nuestro pensamiento en una ociosidad feliz.
Pero esta ociosidad no es otra que una reverberación del paraíso perdido donde súbitamente la memoria francesa torna y se deplora en los poemas y sus castillos. Porque los poemas son los castillos del Alma al igual que poemas de piedra son los castillos, en los que los nombres a su vez de hacen poemas.
(de La Place Royale nº 33, B.P. 88, F-81603 Gaillac)
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