No ha sido la primera vez que el Rey actúa tras la evidente incomunicación de los representantes políticos. Ante la situación de crisis económica, la prensa se ha hecho eco de la iniciativa del Rey de emprender una ronda de discretos contactos con el Gobierno, los sindicatos y varios economistas. Además, y con motivo de un acto público, ha hecho un llamamiento a la unidad de los partidos mayoritarios para afrontar la difícil situación. En una monarquía parlamentaria como la española, la actuación del Rey en este sentido, ¿tiene cobertura constitucional?
El artículo 56 de la Constitución establece que en su condición de jefe del Estado y de símbolo de su unidad, «arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones…». Objetivamente, las actuaciones que hasta ahora ha llevado a cabo se enmarcan en el ámbito de la función moderadora, que es propia de las monarquías parlamentarias como la sueca y que de alguna forma también ejercen algunos presidentes de repúblicas parlamentarias como la alemana o la italiana. Y sin que, en principio, puedan ser consideradas como una extralimitación del papel que la Constitución les atribuye.
Para entender el alcance de sus declaraciones recientes es preciso definir en qué consiste dicha función moderadora. Pues bien, antes que nada hay que precisar que de la misma no se deriva ningún poder decisorio del Rey que se traduzca en una potestas, esto es, en un acto jurídico vinculante que obligue a otros poderes públicos, como el presidente del Gobierno o el Parlamento. En absoluto. Se trata, por el contrario, de una función que tiene una finalidad meramente persuasiva derivada de la auctoritas, que ha de poseer el jefe del Estado para instar a los representantes de las instituciones representativas estatales y autonómicas y al resto de actores sociales (sindicatos, organizaciones empresariales, etcétera) a llegar a grandes acuerdos en momentos que por razones diversas así lo exijen. Se trata de allanar, de templar y, en definitiva, de moderar, en lo que sea posible, a fin de superar las contraposiciones, roces entre las diversas instituciones y actores sociales. Y sin que en ningún caso el Rey pueda decidir, pues ello le está vedado por la Constitución. Ahora bien, si los fines de su función moderadora fuesen eventualmente asumidos por los poderes públicos representativos, únicamente a estos correspondería tomar decisiones al respecto. Ya fuese mediante leyes de las Cortes Generales o decretos del Gobierno.
Como expresaba Bagehot, uno de los teóricos más significados del parlamentarismo y la monarquía británicas, la función de moderación se resume en poder estimular, aconsejar y advertir a los poderes públicos. Se trata, pues, de una función de sugerencia, de estímulo y de incitación. En este contexto, pueden inscribirse los contactos personales y, en su caso, como ahora ha ocurrido, los mensajes públicos mediante declaraciones genéricas dirigidos a las formaciones políticas y a los agentes sociales. En todo caso, es evidente que en una tesitura como la que ha motivado la actividad moderadora del Rey, se requiere que su comportamiento se vea guiado por la más exquisita ductilidad y prudencia institucional, a fin de no suplantar la legitima capacidad de decisión y de rechazo a la misma de quienes constitucionalmente la tienen atribuida: es decir, la mayoría de gobierno y la oposición parlamentaria.
Para un buen ejercicio de la función moderadora, el Rey ha de disponer del derecho a ser oído y, sobre todo, del derecho a ser informado. Por esta razón, es objetivamente correcta, no solo la lógica y periódica entrevista con el presidente del Gobierno como responsable primero de la política económica, sino también, como ha sido el caso, con la ministra de Economía. Por otra parte, en el ejercicio de la limitada capacidad para ejercer el derecho a su libertad de expresión, el jefe del Estado ha de poder dirigirse ocasionalmente a la sociedad a través de mensajes genéricos, al margen de la controversia política sobre temas específicos, acerca de asuntos que objetivamente se insertan en el ámbito del interés general. Siempre, con escrupuloso respeto a las legítimas opciones políticas del Gobierno de turno. Y, sin duda, con su conocimiento. A este respecto, que el Rey haya escogido el acto de entrega de los Premios de Investigación 2009 para hacer un llamamiento público y genérico a llegar a acuerdos o pactos para superar la crisis económica no puede suscitar reproche constitucional alguno.
Publicado en:
El Periódico, 13-02-2010